El interminable viaje en un abarrotado tren de pasajeros chino que más bien parecía un tren de mercancías en el que dejaban subir a personas comenzó a las 20:45 del cuarto día de nuestro viaje a China.
Menos mal que la recompensa merecía la pena, y es que 10 horas más tarde podríamos empezar a disfrutar de la ciudad mundialmente conocida por sus famosos Guerreros de Terracota o Guerreros de Xi'an.
Allí entramos los seis viajeros en busca de nuestros asientos esquivando bolsas, mochilas, fardos de ropa, garrafas, sacos y todo tipo de objetos portados por estudiantes y trabajadores chinos que en unos casos terminaban su jornada, y en otros, la comenzaban al dirigirse hacia sus lugares de trabajo para cubrir el turno de la noche.
Al igual que nos sucedió en los trenes del día anterior, nuestros asientos estaban repartidos por todo el vagón, así que la primera media hora que pasamos en el tren del infierno la dedicamos a "negociar" con varias personas si nos podían cambiar sus asientos para poder sentarnos todos juntos, pero eso era tan sólo el comienzo de una de las noches más largas de mi vida...
A continuación podréis encontrar el relato completo del interminable viaje en tren de 10 horas entre Pingyao y Xi'an que hicimos por tan solo 70 yuanes o lo que es lo mismo, menos de 10€:
No fue tarea fácil hacernos entender con gente humilde en su mayoría a las que el inglés les sonaría tan a chino como a nosotros el idioma que ellos hablaban.
Tras varios intentos logramos hacerles entender que les estábamos pidiendo intercambiar nuestros asientos para que nosotros, los seis rostros extraños del vagón, pudiésemos sentarnos juntos en un grupo de seis asientos que se situaban enfrentados en dos filas de tres.
Precisamente el hecho de que fuese gente humilde creo que ayudó y mucho a que nadie pusiese la menor pega para cambiarse de lugar, e incluso los que ya entendieron lo que les pedíamos nos ayudaban a conseguir intercambiar nuestros asientos con otros pasajeros que realmente no entendían el movimiento de personas y mochilas que nos traíamos entre manos los seis occidentales del vagón.
Una vez solucionado este problema logístico y teniendo las mochilas grandes a la vista en los portaequipajes situados sobre nuestras cabezas, agradecimos a todos los que de una manera u otra habían colaborado con nosotros y nos "acomodamos" en nuestros nuevos asientos, aunque pronto nos dimos cuenta de lo duras que iban a ser esas 10 horas de viaje.
Unos asientos "acolchados" pero que dejaban pasar toda la dureza de la tabla situada bajo la delgada capa de goma espuma con una forma sumamente ergonómica y una inclinación de 85º no nos iban a ayudar a descansar.
Si eso le sumamos una distancia con los asientos situados enfrente de no más de 1 metro y que la única manera de que nos entrasen las piernas era entrelazar nuestras piernas y rodillas con las de los otros miembros del grupo que estaban sentados enfrente, el trayecto nocturno prometía.
Quedaba mucho viaje por delante, así que decidimos abstraernos de estas incomodidades preparando unos reconfortantes bocadillos con los embutidos que trajimos desde España en una minúscula mesa de unos 20 centímetros situada bajo la ventana que teníamos entre nuestros asientos.
Los pasajeros cercanos miraban con curiosidad esos extraños alimentos que nos echábamos a la boca mientras el tren iba devorando kilómetros bajo un cielo negro azabache que de vez en cuando se iluminaba con los focos de alguna fábrica gigantesca en la que centenares de personas trabajaban sin descanso a una hora tan poco habitual para nosotros los occidentales.
No habrían pasado más de 40 minutos cuando el tren se detiene en una estación. De nuevo una procesión de personas acarreando todo tipo de bolsas y objetos bajó del tren para dar paso a una nueva oleada de pasajeros que, al igual que sus compatriotas que acababan de bajar, transportaban voluminosos paquetes de todas las formas, colores y tamaños.
Algunos de ellos tenían reservados en sus billetes los asientos que nosotros estábamos ocupando, así que nos tocó explicar en al menos 4 ocasiones más que habíamos intercambiado nuestros billetes con otros pasajeros para poder ir todos juntos, y que si no les importaba, les decíamos cuáles eran nuestros asientos para que se sentasen allí. De nuevo, nadie puso la menor pega y pudimos hacer todo el viaje los seis juntos.
Este ir y venir de personas se repitió en al menos 15 ocasiones a lo largo del viaje, y claro, un pasillo estrecho y un trasiego tan grande de mercancías tremendamente voluminosas no son buenos amigos...
En más de una ocasión cuándo habíamos logrado sobreponernos a todo tipo de sonidos y olores corporales, abstraernos del volumen de la conversación de algunos pasajeros, olvidarnos de los incómodos asientos o ignorado el ruidoso traqueteo del tren y por fin habíamos caído en brazos de Morfeo, una inoportuna estación en mitad de la nada ponía en marcha el ir y venir de personas y alguna de las bolsas que transportaban acababa despertándonos de manera brusca al impactar en nuestras cabezas.
Algunas veces aprovechamos estos "agradables despertares" para cambiarnos de sitio y poder descansar algo mejor apoyados contra la ventana, así que entre pedos, eructos, escupitajos y bolsazos en la cabeza intentamos ir pasando las horas y descansando a ratos.
Cuando ya llevábamos unas cinco horas metidos en esta especie de coctelera humana sin poder pegar ojo y con un cansancio y cabreo que iban en aumento, uno de los miembros del grupo tuvo una rebelión en su estómago que le obligó a hacer uso del baño del tren.
Llamar baño a ese agujero en un recodo del vagón dónde algunos pasajeros viajaban es un gran halago.
De hecho hay que imaginarse la situación:
Imagínate que te estás yendo por la pata abajo y que al llegar al "baño" te encuentras a 2 o 3 personas sentadas o tumbadas en el mismo sitio donde tú tienes que soltar un "mojón líquido" en breves momentos si no quieres llevar los pantalones aromatizados y teñidos el resto del día.
Tu cara en ese momento debe ser un poema porque los chinos que viajan en el baño desalojan el lugar sin tener que decirles nada, así que cierras la puerta y te bajas los pantalones mientras te agachas y plantas las manos en las "impolutas" paredes para intentar mantener el equilibrio en tan delicada operación.
Afortunadamente todo termina bien y consigues quitarte un peso de encima, has logrado contener la revolución estomacal pero has condenado a esos tres pasajeros a buscar un nuevo lugar donde continuar su viaje alejados de esa zona de cuarentena.
Agobiados y desesperados por no poder dormir, Bea, Sara y yo nos fuimos en busca de los vagones con literas en los que habíamos leído que suelen viajar los pasajeros occidentales con la esperanza de encontrar alguno vacío y poder tumbarnos aunque sólo fuese hasta la siguiente estación.
De esta manera empezamos a recorrer el tren hacia su cabecera atravesando al menos otros 4 o 5 vagones que parecían el mismísimo infierno comparados con el nuestro.
Gente viajando de pie, gente sentada en el pasillo y apoyadas en bolsas o cajas que teníamos que saltar para poder seguir avanzando, gente durmiendo debajo de los asientos, gente durmiendo encima de gente, escupitajos, mierda por todas partes, diferentes aromas y ninguno de ellos agradable, bebés llorando, rostros que clavaban su mirada en nosotros cuando pasábamos a su lado, y gente, y más gente, pero ni rastro de las literas.
Al final de todos los vagones de pasajeros llegamos a otro que debía ser sólo para el personal del tren.
Allí, en mitad de un vagón tristemente iluminado por varios fluorescentes que titilaban inundándolo todo de una lánguida y blanquecina luz blanca cuyo único mobiliario eran varias mesas con sus correspondientes sillas, un grupo de individuos se nos quedó mirando desde una de las mesas antes de indicarnos que nos diésemos la vuelta y saliésemos de allí inmediatamente.
Recorrimos los mismos vagones en sentido contrario hasta llegar al nuestro, dónde decidimos seguir hacia el lado opuesto del tren. Atravesamos otros tantos vagones igual de abarrotados que los anteriores, pero al final del todo, una puerta cerrada que daba a un vagón de carga puso fin a nuestra incursión exploratoria en busca de las literas.
De regreso a nuestros asientos le contamos al resto del grupo lo que habíamos visto (y olido) y en ese momento nos dimos cuenta que no habíamos encontrado ninguna cafetería.
Si os acordáis, en el relato del primer día os contaba que en la agencia dónde sacamos los billetes de tren nos ofrecieron la opción de hacer un chanchullo y comprar unos billetes para ir de pie (me parece indignante que vendan este tipo de billetes en trayectos tan largos) y que una vez que estuviésemos en el tren, nos dirigiésemos directamente al vagón cafetería para tomarnos algo allí y quedarnos toda la noche durmiendo en los asientos de la cafetería, que se suponía que eran más cómodos y dónde podríamos pasar la noche cuando la cafetería cerrase. Menos mal que no nos fiamos, porque si no tendríamos que haber pasado las 10 horas de viaje tirados en algún pasillo o en el baño del tren.
Las horas pasaban lentamente, como si tuviesen 90 minutos en lugar de 60, por lo que en todo el tiempo que aún teníamos por delante (algo menos de la mitad del recorrido) había margen para que pasasen más cosas. Y pasaron.
En una de las múltiples paradas subió un hombre que no llevaba equipaje, ni billete con derecho a asiento, sólo ganas de tocar las narices.
Yo tuve que soportarle al menos dos horas apoyado unas veces sobre mi respaldo y otras directamente sobre mí. Cuando había mucha aglomeración de gente acababa en el inexistente hueco que había ente nuestras piernas y las de los compañeros del asiento de enfrente. Si no le dejábamos sitio se lo hacía a base de pisotones. Le daban igual los codazos, los carraspeos de garganta o mi frase de "al final le clavo un boli en la espalda" en un tono de voz totalmente indignado y amenazante. El tío ni se inmutaba, y encima giraba su cabeza con una eterna sonrisa que nos sacaba de quicio.
No sé ni cómo pero hubo una vez que conseguí dormirme a pesar de tener a este viajero tan cansino apoyado en el asiento, pero al rato, el enésimo golpe en la cabeza me despertó justo en el momento en el que, al fondo del vagón, una empleada de la limpieza empezaba a retirar las toneladas de basura acumuladas a lo largo de las horas anteriores con una escoba de paja que introducía bajo los asientos para sacar a relucir todo tipo de desperdicios.
En ese momento me acordé de la gente que horas atrás habíamos visto tumbada bajo los asientos y en mitad del pasillo. ¿Habrían tenido tiempo de escapar a la escoba infernal?
Cuando tan solo había barrido los primeros 3 grupos de asientos, la acumulación de basura ya levantaba un palmo del suelo. Nosotros estábamos casi al principio del vagón, por lo que haciendo un rápido cálculo probabilístico, cuando llegase a nosotros la bola de mierda nos cubriría hasta la altura de la cabeza.
Según se acercaba, la masa amorfa de basura iba creciendo, pero afortunadamente no lo hacía a la misma velocidad que al principio.
De vez en cuando algún pasajero dormido tenía que rebuscar entre el montón de desperdicios para rescatar una zapatilla o un bolso que había sucumbido a la escoba infernal, así que opté por despertar a los miembros del grupo que habían logrado dormirse para que disfrutasen de tan magnífico espectáculo.
Subimos las mochilas pequeñas y nuestros pies al asiento en el mismo momento que metió la escoba bajo nosotros. No queríamos ni imaginarnos que esa escoba que ya estaba mojada con una mezcla de escupitajos y restos de comida hubiese tocado nuestros pies si no llegamos a despertarnos a tiempo.
Al pasar a nuestro lado, la montaña de basura que se arrastraba por el pasillo dejando un rastro baboso tras de sí, como si de un caracol gigante se tratase, llegaba a la altura de nuestros asientos. De hecho, yo tuve que empujar una bolsa de plástico que se metió en mi asiento al pasar por nuestro lado.
Al llegar al principio del pasillo, toda esa basura acumulada acabó en dos enormes bolsas de basura negras que se quedaron aparcadas en un hueco que había entre los dos vagones hasta nuestra llegada a Xi'an.
Aprovechamos este momento para cambiarme de asiento y no acabar clavándole el boli en la espalda al chino más cansino del mundo.
Otro miembro del grupo tuvo que soportarlo durante el tramo final del trayecto, así que aproveché mi nuevo sitio junto a la ventana y la minúscula mesa situada bajo la misma para echar la cabezada más larga del viaje, que no llegó a la hora u hora y media.
Por fin amaneció y el tren llegó a la última parada del recorrido. Habíamos llegado a Xi'an y habíamos sobrevivido a este viaje en el que más que 10 horas parecía que habíamos pasado una semana.
Agotados, sin dormir y con las piernas entumecidas nos levantamos para coger las mochilas grandes y abandonar el tren para siempre, pero nuestro "amigo" el chino cansino no había dicho su última palabra.
Se plantó en el hueco situado entre los asientos cortándonos totalmente el paso. Le dábamos toquecitos en el hombro y ni siquiera giraba la cabeza. Le empujábamos y ni se inmutaba, era como si clavase las uñas al suelo tal y como hacen las aves carroñeras con sus presas.
Al final le empujamos a la marea humana que avanzaba por el pasillo y que lo arrastró hasta la puerta.
Nosotros salimos a continuación con las mochilas grandes y pequeñas colgadas a nuestra espalda y pecho respectivamente. Parecían haber aumentado su peso durante la noche, pero sin duda el culpable era el cansancio acumulado.
Cuando salimos del tren, el chino loco nos estaba esperando de brazos cruzados, así que le ignoramos y nos dirigimos a la puerta de salida para ir en busca de un taxi que nos lleve al hotel.
La bofetada de calor que nos dio al salir a la puerta de la estación no fue ni medio normal. La sensación térmica era como la de ponerse un abrigo de plumas y empezar a correr al sprint en una cinta de gimnasio a 40º. La humedad era altísima y durante unos minutos nos costó acostumbrarnos al hostil clima con el que la ciudad de Xi'an nos estaba recibiendo.
A todo esto, el chino acosador seguía caminando junto a nosotros como si se tratase del 7º viajero, así que le rodeamos y empezamos a gritarle en un perfecto castellano que qué coño quería, que por qué nos seguía, que se marchase y no se acercase más a nosotros o llamaríamos a la policía.
No sabemos si esta charla subida de tono le disuadió o si una pareja de policías que pasaba por allí fue la que le hizo alejarse caminando lentamente llevándose consigo esa eterna sonrisa que no se le borró de la cara durante horas y que afortunadamente no volveremos a ver en la vida.
¿Quién sería este misterioso viajero?
¿A dónde iría?
¿Sería algún enfermo mental que se había escapado de un psiquiátrico?
¿Sería un protector de occidentales?
¿Intentaba robarnos, secuestrarnos o quitarnos los riñones en una bañera rellena con cubitos de hielo?
¿Era un acosador?
¿Estaba loco?
Nunca lo sabremos, pero sin duda tardaremos mucho tiempo en borrar este episodio del viaje a China de nuestra memoria.
Liberados de este peculiar individuo, cogimos dos taxis y pusimos rumbo al hotel que habíamos reservado en Xi'an, la ciudad que se iba a convertir en nuestra base de operaciones durante los 3 días siguientes...
2 comentarios:
Edu muchas gracias por estos relatos, con el de hoy me he acordado de nuestra odisea y me has hecho pasar un buen rato, me he reido mucho!!!!
Fíjate como nos marcó este viaje en tren que ha terminado teniendo un artículo propio jajaja.
Mientras lo escribía y cada vez que lo leo vuelvo a revivir cada momento de este tren que ahora me arranca carcajadas pero que en su día nos puso a todos al límite, pero al final estas anécdotas son las que también le dan vidilla a los viajes. ;)
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